Capítulo IV: Encuentro


Esa noche no durmió. Cada vez que cerraba los ojos notaba una sensación de quemazón y le hacía revivir el inmenso calor despedido del monte. Aún a estas horas se podía ver las enormes columnas de humo rodeando la zona del impacto, como un trazo perfecto que desvelaba la zona del cielo atravesada por el objeto antes de tocar tierra.

Madrugada, lleva casi un día entero sin dormir, estaría acostumbrado de no ser por la tremenda fatiga y las contusiones de ascender al monte. No deja de pensar en el trozo de metal causante de tamaña devastación, es algo que estaba fuera de sus perfectos planes y lo desconcierta. Sin más dilación se viste, coge algo de comida para el camino y vuelve al origen.

Asciende con la misma penosa dificultad, con la única diferencia de que el fuego ya no existe, no hay tanto calor, pero unas espesas nubes de humo le impiden ver y respirar. Siente cómo el oxígeno le abandona, cómo los ojos le son inútiles en estos momentos, cómo las quemaduras de las manos escuecen a cada momento que tienen contacto con algo. Avanza a pesar de su penosa situación, es más poderosa la fuerza de su curiosidad que la mella ocasionada por sus heridas.

Nada mina su ánimo, llega a la cumbre y se dirige al centro del agujero. Pero de repente se detiene. Un murmullo suena desde su derecha, lo suficientemente lejos como para que aún no haya sido advertida su presencia, envuelto en los ropajes del color de la noche.

- ¡Maldita sea!- murmura. La luna llena resplandece como una gigantesca moneda de plata alumbrada por el sol. Incluso le sorprende oir su propia voz. Ha sonado ronca, tan grave como un tambor bajo el agua. Hacía tiempo que no articulaba ninguna palabra, no le resultaba necesario para no perder la cordura en ese mar de soledad.

La luna... casi se había olvidado de ella al ponerse a pensar en su voz. Si no se esconde rápido de nada servirían los ropajes oscuros, puesto que la claridad era tal que se podría permitir el lujo de leer en mitad de la noche sin ayuda de luces artificiales.

Otro ruido, esta vez más cercano. Se acercan, estima al menos unos siete seres, todos ellos vestidos de naranja y con bastones blancos que clavaban con furia en el suelo, como si buscaran algo debajo de la tierra. Siguen aproximándose, se le está acabando el tiempo. Observa que no llevan ningún tipo de objeto con el que se puedan defender, a excepción del palo, pero no parece muy grueso ni resistente como para hacerle daño. Se le acaba el tiempo, los tiene a escasos metros, si ha de hacer algo debe hacerlo ya.

Salta rápidamente y noquea a dos de ellos con patadas en el tórax mientras les roba los bastones. Su consistencia parece firme, aunque presiente que del primer golpe se romperán. Inutiliza a otros tres a base de bastones hasta que se rompen. Le quedan otros dos.

Se reagrupan al fondo del pequeño llano, haciendo gestos hostiles e intimidatorios contra él. De repente, un objeto le golpea la nuca. Había contado mal el número de asaltantes. Lo último que siente es que lo arrastran bajo unas lonas y le hacen tragar algo. Pierde la visión temporalmente y oye las voces cada vez más apagadas.

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